Una sonrisa contra el destino! La historia de Ian.

La historia de Ian.

Desde aquel instante en el que mi mamá y mi papá escucharon mi latido supieron que algo grande estaba por venir. No sabían que, en realidad, yo traía conmigo un viaje diferente, una historia que no se escribiría con tinta predecible, sino con fuerza, amor y muchas preguntas sin respuestas.

 

Nací una mañana en la que el mundo parecía detenerse por un instante. Mi mamá me recibió con los ojos llenos de luz, con su piel pegada a la mía, con una sensación que, aunque no entendía, me hacía sentir seguro. Mi papá estaba a su lado, emocionado y sé que desde ese momento supo que yo iba a ser lo más importante de su vida.

 

Al principio todo parecía normal. Dormía mucho, comía de la leche de mamá y disfrutaba de los brazos que me envolvían como un nido. Pero algo no iba bien. A veces, mis ojos se movían sin que yo lo quisiera, mi cuerpo se ponía tenso, rojo, como si algo dentro de mí estuviera fuera de control. Mi mamá y mi papá miraban cada detalle, con ese amor de padres primerizos que quieren hacerlo todo bien. Pero aunque intentaban convencerse de que todo estaba bien, sus corazones sabían la verdad: yo tenía algo diferente.

 

Un día, cuando tenía apenas un mes de vida, mi cuerpo se apagó. Me puse blandito, tanto que mamá me miró aterrorizada y gritó: «¡No respira, no respira!». Mi abuela me tomó en brazos y corrió como si su vida dependiera de ello, mientras mamá casi desnuda sentía el hielo correr por sus venas. No sé qué pasó después, solo sé que cuando me recuperé, estaba rodeado de médicos, cables y mascarillas.

 

Ese fue el comienzo de mi viaje por hospitales, por habitaciones de luces frías y palabras que mamá y papá no entendían. Dijeron que era epilepsia, pero no lo era. Dijeron que era algo pasajero, pero no lo fue. Mi cuerpo tenía su propio ritmo, su propia lucha, y los médicos tardaron en entenderlo.

 

Pasó el tiempo y cada día era una nueva prueba. Me pusieron medicación, hicieron pruebas, me miraban, me observaban… pero mi mamá fue quien empezó a unir las piezas del puzzle. Se dio cuenta de que cuando me movían rápido, cuando tenía frío, cuando me emocionaba demasiado, mi cuerpo se paralizaba. Al principio, nadie la escuchó. Pero ella nunca dejó de insistir.

Hasta que llegó el diagnóstico.

«Hemiplejia Alternante de la Infancia.»

 

Mamá dice que, cuando escuchó esas palabras, sintió que el suelo bajo sus pies desaparecía. Un síndrome tan raro que casi no había información, sin cura, sin tratamientos claros. Solo una indicación: «Intentad que duerma cuando le dé una crisis, porque al dormir, el episodio se detiene.»

Así aprendimos a vivir con mi condición.

 

Mamá y papá me observaban con atención, listos para atraparme en sus brazos antes de que una crisis me detuviera. Me daban besos, me cantaban, me abrazaban, intentando ponerme a salvo con el único remedio que tenían: su amor. Crearon una casa adaptada a mí, una vida pensada en mis tiempos, en mi manera de descubrir el mundo.

 

Cuando me muevo, exploro, toco texturas nuevas, encajo piezas de un puzzle río como si hubiera ganado una gran batalla. Otras veces, mi cuerpo se rinde y no me responde. Pero incluso entonces, encuentro un motivo para sonreír. Mamá dice que mi sonrisa es mi superpoder, que es mi manera de decirle al mundo que aquí sigo, que sigo luchando.

 

No sé qué pasará en el futuro. No sé hasta dónde llegaré, pero sí sé que cada paso que doy, cada pequeño logro, es un milagro.

 

Dicen que hay niños que nacen para aprender, y otros que nacen para enseñar. Yo nací para recordarles a todos que la vida, aunque difícil, siempre vale la pena. Que cada sonrisa, cada beso, cada canción que me hace brillar los ojos, es una victoria.

 

Soy IAN. Tengo dos años y esta es mi historia.